lunes, 13 de octubre de 2014

La gorda es mi compañía. La encontré chiquita y sin querer queriendo, como dicen. Estaba en brazos de otro, de uno de esos sin sentimientos que no tienen reparo en lucrar con vidas ajenas. Lo primero que encontré fueron sus ojos de color verde/amarillo, mis brazos se movieron en automático para poder sostenerla, luego ella sintió mis caricias y yo sentí ese aliento a leche y café que caracteriza los primeros meses. Nos encontramos y supe desde que la tuve en brazos que no la dejaría allí. Aun sabiendo que no debía, decidí llevarla. Primero pensé en buscarle otro hogar, pero el tiempo no quiso que sea así.

Siempre he creído que por algo pasan las cosas, con ella cada día lo confirmo. Quizás yo no debía encontrarla, pero la encontré. Quizás yo no debía tenerla, pero la tengo. Y no me arrepiento de mi decisión, todo lo contrario, no puedo sino confirmarla, cada vez que llego a casa y ella me recibe haciendo el conejito, cuando la llevo al parque y me mira buscando mi aprobación antes de jugar con otros perros, cuando me siento triste y ella se acerca y apoya su cabeza para hacerme saber que ella está ahí, que todo está bien. No importan las complicaciones que puedan surgir en el momento, estamos ahí para hacernos el aguante. A dónde yo voy, ella va. A dónde ella va, yo voy. No hay más opciones.


Hoy ya no recuerdo si yo la rescaté a ella o ella a mí, pero probablemente haya sido lo segundo.